10/10/10

EL VIAJE __ cuento


El viaje

A las doce de la noche salió el ómnibus de la Terminal; sordamente roncó por la ciudad escasamente iluminada y triste, porque estábamos en tiempos de restricciones en el consumo de energía eléctrica y, además, había como una neblina tenue que no se decidía a ser llovizna.
Al tomar la ruta nacional, en las afueras de Montevideo, el vehículo gigantesco se desplegó igual que un bandoneón arrebatado; y como dice un amigo mío “puso la cuarta automática”, ignorando el hecho de que estos monstruos del transporte tienen más velocidades que cuando se inventó la frase en cuestión.


***

Llegamos a su apartamento; abrió la puerta; descorrió las cortinas; levantó las persianas.
¿Su apartamento? Bueno, de alguien era aquel lugar y por lo cálido merecía ser de ella. Mientras afuera arreciaba la tormenta nos sentamos frente a frente, mirando la lluvia sobre el río, que no estaba a más de una cuadra de distancia por lo que pude ver.
Que un hombre gris y más bien triste, como lo era yo, encontrara una mujer como aquella, a la que no había visto nunca antes -y que sin embargo parecía conocer de siempre- me ponía muy confuso y eufórico a la vez. La tarde muy lluviosa fue propicia para el amor.
Y que en la noche ella y yo cenamos juntos escuchando a Beethoven, eso lo podría jurar.

***

Comenzamos a viajar rumbo al noroeste; el ómnibus iba con todos los asientos ocupados por pasajeros desconocidos para mí. El hombre sentado a mi lado era gordo y revoltoso. No parecía hallar comodidad en su espacio. Me fijé especialmente en las manos que movía incesantemente, tenía los dedos cortos y gruesos que abundaban de vello muy negro. Sin embargo pude apreciar enseguida que el gordo era muy cordial; de esas personas que aunque no lo conozcan a uno siempre quieren entablar conversación.
Para entrar en confianza me ofreció un chicle que acepté -pese a que no me gustan y prefiero las pastillas de menta- porque era una cuestión de cortesía. Nos presentamos. Supe, entre otras cosas, que el pobre sufría de hipertensión arterial, de presión, bah; aunque dicho así nunca se sabe si es alta o baja la presión.
Se apresuró a aclararme que estaba medicado y que, además, se tragaba un diente de ajo en ayunas todos los días. Esto último explicaba el tufillo que tenía en el aliento; pese al chicle, pensé. 

                                                   *** 

Alicia encendió su mirada para mí e hicimos el amor a la luz de esa mirada. Me acuerdo que en un momento pensé en la suerte que yo tenía. Era como el ideal de mujer que siempre esperamos en nuestra vida y que a veces nos llega. El mío había llegado y me quería. ¿Cuántas veces me lo dijo durante esa única noche del encuentro?. No lo sé. Pero igual, porque hay cosas que se sienten y basta, eso es lo que pienso. ¿Hablaba Alicia en realidad?. Puedo decir que sí. Pero sus palabras eran como irreales, como que las veía más que escucharlas, y a la vez eran muy nítidas; como era nítido su cuerpo, sus ojos, sus piernas, ay, sus piernas.....


***

Mi compañero preguntó a qué hora me parecía que podríamos llegar a Paysandú. Le contesté que de madrugada seguramente. Después incliné el respaldo de mi asiento y -a falta de algo mejor para hacer- me coloqué los auriculares del celular y me dispuse a dormitar. Raramente dormía en los viajes, prefería escuchar música y observar a mi alrededor dejando vagar la mente. Pero esta vez era distinto, porque era de noche y porque, además, no había entre los viajeros más cercanos ni una mujer digna de mirar un poco. Por aquí una adolescente de lentes negros y aspecto de vivir en un limbo particular; por allá una cincuentona de piernas gruesas y diente de oro, que revolvía su bolso furiosamente. Observé que tenía un agujero en una de las medias.

***

Alicia comenzó a sacarse las medias al borde de la cama; yo la miraba incrédulo; sus palabras vinieron hacia mí y las recibí, sin atreverme mucho a entenderlas; la luz indirecta de una lámpara de pie, desde un ángulo de la habitación, mostraba la piel firme y morena encendida de auspicioso deseo. Mis ojos debían estar exageradamente abiertos porque ella hizo un comentario tranquilizador, que me devolvió la confianza y me emparejó con ella en los juegos del placer….


***

Antes de dormirme tiré el chicle por la ventanilla. Tuve ganas de dejarla abierta, pero a mi espalda ya comenzaba la protesta, porque el vientecillo frío rompía el efecto del aire acondicionado. Mi compañero estaba tranquilo ahora, pero las poderosas mandíbulas no se daban descanso, masticaba su chicle con la boca abierta y ruido de rumiante. Pese a los auriculares y a la música igual me llegaba aquel sonido desagradable. Subí el volumen y traté de que la Novena de Beethoven me invadiera y aislara, hasta sacarme de allí. Lo logré en cierto modo y más tarde en la noche el sonido se fue apagando, porque el masticador había entrado en el espacio de los sueños antes que yo……



***

Alicia peinó su cabello para mí una vez más, sentada al borde de la cama. Ninguno de los dos pensaba en el tiempo que estaba pasando irremediable porque, curiosamente, el tiempo no existía. Estábamos allí para vernos y tocarnos sin apuro, sin palabras, sin presencias externas. Después del amor yo la ayudaba a peinarse y le miraba la espalda desnuda, el vello de la nuca, los pechos insolentes desafiando al espejo. La música llenaba los espacios de su silencio mágico y apagaba el sonido de la lluvia que seguía acompañándonos.
Vi que Alicia tenía en el dedo anular de la mano izquierda un hermoso anillo de plata con una piedra verde muy brillante, como si fuera de jade pulido; le propuse cambiarlo momentáneamente por el mío, de Maestro.
Dijo que sí. Y entonces se lo puse; pero el suyo no entraba en ninguno de mis dedos y nos reímos mucho. “Ahora soy maestra”, dijo.“¿Y yo?”, pregunté....,“¿y yo?”, “¿y yo?”.....

***

Me despertó el gordo, diciendo: “¡Mire cómo llueve, compañero!”.
“Ya veo”, dije; creo que de mal modo. Enderecé el asiento y miré para todos lados buscando el rostro desaparecido de Alicia; después me levanté y busqué por el pasillo del ómnibus, asiento por asiento.
Me miraban como si fuera un loco, pero no me importaba. Lo que yo quería era encontrarla. Ya desesperado fui hasta el fondo del ómnibus y abrí la puerta del baño para mirar dentro. Tampoco estaba allí. ¿Qué había sucedido? Hacía un instante, tan sólo, estábamos abrazados en la cama; ella tenía los ojos brillantes de ternura y el alma se le aparecía en la mirada con una mezcla de pudor y osadía a la vez….


***

Como el gordo me miraba atónito, tal vez pensando que yo estaba algo alterado debido al largo viaje bajo la lluvia, opté por sentarme y quedarme lo más quieto que pude para que no me hablara ni me preguntara nada.
Largo tiempo estuve mirando el amanecer por la ventanilla; amanecer líquido y amarillento. Apenas di señales de vida mi compañero me confesó que se había pasado todo el viaje soñando con su esposa. En ese momento algo se despertó en mi cerebro, una lucecita de suspicacia que me hundió más en la inquietud. Pero no me animé a preguntarle cómo se llamaba ella.
“Menos mal que todavía sueña con su mujer”, le dije, queriendo ser gracioso, pero sintiéndome como quien toca algo pegajoso y extraño.
Cuando bajamos en la Terminal de Paysandú el gordo, mi compañero de viaje, tenía quien lo esperaba. Una mujer muy joven, cubierta con impermeable y sosteniendo un gran paraguas negro, lo saludaba desde lejos con la mano libre.
“¡Alicia, Alicia!”, gritaba el hombre, mientras avanzaba -lo más rápido que le permitían sus cortas piernas- hacia ella.
Yo lo seguí como un tonto, sin saber por qué. Llevaba mi mochila a la espalda y ya estábamos fuera de los andenes techados, por lo que nos caía la lluvia directamente.
Ellos se dieron un profundo beso, durante el cual hube de esperar mirando para otro lado, mientras el paraguas que ella desatendía me chorreaba en los zapatos.
El marido se dio vuelta y me señaló:
“Mirá, Alicia, este muchacho es maestro, y viene a trabajar en la escuela de los nenes”.
La mujer me miró con curiosidad por un instante, sonriendo, mientras se apretaba contra el hombre que había pasado a sostener el paraguas negro.
“¡Ah, qué bien!”, y me tendió la mano, en la que tenía un anillo de plata con una curiosa piedra verde; “mucho gusto de conocerlo, Maestro”, dijo.

...............................................***............. Wilson Mesa

Reg. en AGADU (Asociación General de Autores del Uruguay)
(Foto de Internet)

1 comentario:

myriamfernan dijo...

Me encantó. Buena creación, de la que nos tiene acostumbrados el autor

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