LA BALLENA QUE LO PUDRIÓ TODO
Vamos
a ver si el mar hoy trae algún objeto misterioso. Para los habitantes
permanentes de aquí es costumbre salir por las mañanas a ver qué dejó el mar
después de cada noche larga y borrascosa, como son las de esta época.
Lo más buscado son las tablas de madera
dura que sirven para fabricar distintos objetos artesanales y utilitarios. Pero
yo no las quiero para mí, sólo las cuento y les aviso a los otros para que se
las lleven.
En ciertos días aparece mucho pescado
muerto, que según dicen se debe al cambio brusco de salinidad en las aguas;
otros afirman que es pescado que los barcos tiran al mar cuando no les sirve el
tamaño y los de mente más calenturienta tienen la teoría que hay buques no
identificados que prueban cargas explosivas en el agua y matan miles de bichos
a los que las corrientes y las tormentas traen a las costas.
Una vez sucedió que empezaron a aparecer a
fines del verano, envueltos en frondas de algas, verdes de musgo marino y de la
soledad de las profundidades, unos peces raros que nunca habían sido vistos en la
ensenada. Me los conté uno por uno. Fueron trescientos setenta y nueve.
Aparecían después de cada mar de fondo
anclados en la arena, ahuyentando con su olor a los pocos bañistas que aún
querían aprovechar la tibieza de las aguas y el calorcito de los últimos soles
de marzo.
En los fines de semana los borrachitos
dormían sus resacas del beberaje de la noche anterior, tendidos en la arena
seca o en las bajadas a la playa, sobre el hormigón de las escaleras, abrazados
a las botellas de plástico y babeando un sueño tan profundo que nada les
importaba, ni los pies de la gente
pasando frente a sus ojos, ni las meadas de los perros que los confundían con
troncos caídos, ni los golpes de los baldes de los niños que eran casi arrastrados
de los bracitos por sus madres ansiosas de llegar al agua.
A veces se podían ver parejas que se
dormían después de hacer el amor y allí quedaban como trenzados por las
piernas, sin ponerse de nuevo las ropas íntimas, las que habían quedado a un
costado y los perros jugaban con ellas llevándolas hasta el borde de las olas.
Más tarde en la mañana pasaban los obreros
del municipio juntando los residuos y poniéndolos en bolsas negras que luego
eran cargadas en dos carritos con motor que pasaban veloces a pesar del enorme
bulto con desperdicios que llevaban encima.
Finalmente venía un enorme tractor
arrastrando una especie de rastra con pinchos que iba removiendo la arena,
dejando surcos paralelos como en una tierra pronta para sembrar.
Entre todos esos movimientos yo iba a
contar cada día los peces muertos. Tenía que hacerlo antes que pasaran los
obreros municipales, porque ellos iban a ingeniárselas para desaparecer
aquellos cadáveres de peces y dejar la playa limpita y en condiciones para que
los últimos turistas fueran a sentar sus nalgas rosadas en el mismísimo lugar
donde había recalado el pescado bien podrido e inflado con las ventosidades de
la descomposición.
Y antes que los
niñitos con sus manitos -rosadas también- jugaran con la arena del mismo lugar y
luego se tocaran el pelo, la cara y la boca, con gran placer de los padres que
los veían hacer vida natural.
Cuando yo llegaba, aunque fuera al
amanecer, las gaviotas ya se habían hecho su festín y pesadas de la comilona
reposaban en las rocas lejanas, huyendo del movimiento de la gente y de los
ruidos molestos.
Yo
seguía con la idea de contar los peces muertos. “Vamos a ver cuántos hay hoy
-me decía- y qué tamaño tienen”.
Me dijeron los municipales que cada vez
eran más grandes y más pesados. Claro, ellos tenían que levantarlos en vilo y
meterlos en las enormes bolsas. Ese montón de pescado muerto fermentando
al sol y envuelto en plástico suelta un olor que no es fácil de soportar, ni
siquiera para ellos que están acostumbrados a toda clase de basura. Y mire si
juntarán cosas variadas, desde condones usados, bosta de perros, de caballos y
caca de gente, latas, bolsas con restos de fruta, restos de comida, hasta
enormes aguavivas podridas.
Cuanta
mugre se le ocurre a las personas dejar en la playa y que piensan que el mar se
lleva. A veces se lo lleva, es cierto, pero siempre de alguna manera lo
devuelve.
En la parte más tranquila de la ensenada
van los matrimonios jóvenes con sus bebés recién nacidos. Van a darles sus
primeros baños de sol hasta quemarlos y hacerles llagas; y también van a darles
sus primeros baños de mar hasta
causarles diarreas sangrantes, otitis supuradas y cólicos violentos. Porque
justamente en esa zona las aguas más quietas almacenan los restos de la desembocadura
del saneamiento y todos los residuos que el mar va escupiendo después de las
tormentas.
Así es como sucede –queridos lectores-
pero… ¿cómo le vamos a explicar a los turistas que huyan de las aguas quietas y
busquen las bravías? Y que no tiren porquerías en la arena que luego sus mismos
hijos se las van a encontrar como sorpresita de la estadía veraniega; ya sea una botella de vidrio quebrada y con
las puntas hacia arriba, una lata filosa y herrumbrada, una palita de helado, o
espinas de pescado de los que sus padres dejaron los restos allí nomás donde
estaban pescando.
Caminando por la orilla se llega al lugar
donde cuentan los más memoriosos que el viejo Juan de Dios Díaz pescó una
esperanza. Aquella circunstancia
histórica para todos los habitantes de aquí, sigue recordándose como algo
inigualable. Y lo es.
Pero
yo no busco encontrar una esperanza, porque eso sería una cosa tan grande que
está fuera del alcance de mi marote. En realidad no sé bien qué busco mientras
camino horas y horas por la playa hacia el este y hacia el oeste. Me gusta
contar cosas. Alguna gente pensará que soy medio loca pero no me importa.
No me gustan las playas derechas, me
gustan las que tienen curva y enormes piedras en las que golpea el oleaje y cavidades
rocosas con mejillones adheridos como hiedra marina. Cuando hay bajamar se ven
puntas de rocas que antes no se veían y espigones de hormigón enterrados por años
de arena acumulada y carcomidos por el choque del agua salitrosa.
Y si se camina mucho hasta se pueden
encontrar restos de un viejísimo barco que encalló después de una tormenta y quedó
atrapado en la arena para siempre. A ése le conté la cantidad de bulones de
hierro que tenía uniendo las distintas partes de metal, porque las de madera
fueron desapareciendo todas seguramente para fabricar artesanías o tal vez para
mantener encendidas las estufas porque es leña muy buena después que se seca
bien.
Me gusta contar cosas, objetos que
aparecen en la costa sobre todo; pero a veces se me antoja contar algo que no
es común, que aparece solamente en un momento dado, por ejemplo, un verano
conté todos los autos con placa extranjera que anduvieron por aquí, los tengo
anotados con sus respectivos números, colores y marcas; había mayoría de
argentinos, después brasileños, muchos menos de paraguayos y chilenos y hasta
uno de New Jersey encontré.
El día del famoso temporal del 23 de
agosto del año 2005, que fue calificado de muchas maneras por los meteorólogos
después que sucedió, porque antes ninguno lo avisó, y tal vez por eso hubo los
desastres que hubo; como digo, ese día cuando amaneció me fui derechita al mar
y para mi suerte -o desgracia- encontré una ballena enorme en la playa. Primero
me quedé totalmente desorientada y sin saber qué hacer; después fui corriendo
hasta la Prefectura Naval
que quedaba cerca y di la noticia.
Allí no me dieron mucha pelota porque los
daños causados por el viento eran tan grandes que no se iban a preocupar por
una cosa más que sucediera, aunque fuera extraña. Un Cabo de guardia escribió
en el cuaderno de partes diarios: “A
las setecientas horas una femenina menor de edad dice haber visto una ballena
grande escorada en la playa frente a donde estaba ubicado el carrito de comidas
El turista feliz del que no quedan ni
rastros según dice la mencionada femenina menor. Como desde aquí no se aprecia
doy la orden a la marinera Benítez único personal subalterno disponible en el
momento para que compruebe sus dichos. Benítez regresa diciendo que positivo,
que hay un animal de ésos al parecer ya fallecido en el lugar mencionado por la
menor de edad”.
Así quedó estampado para el futuro de los
tiempos el registro oficial de la presencia de una ballena franca austral muerta
en la costa de Canelones.
Mientras esperaba que el Cabo escribiera
lentamente, apoyado con todo su cuerpo sobre el escritorio de la guardia, me
fui asomando al patio central para curiosear un poco en los propios intestinos
de la fuerza encargada de vigilar el mar.
Había seis vehículos de cuatro ruedas
estacionados en las cocheras a las cuales se les había volado la techumbre
protectora hecha con malla verde de la llamada media-sombra; dos eran oficiales
y cuatro particulares a juzgar por las matrículas. También había dos gomones
con motor fuera de borda, tres cuatriciclos de andar en la arena, cinco motos
comunes y diez bicicletas.
Le dije al Cabo mi nombre varias veces
pero me dijo que por ser un individuo femenino menor no podía asentar la
filiación en el parte; que eso ya lo había consultado por teléfono con el
oficial a cargo que venía en camino pero no había podido llegar por la cantidad
de árboles caídos que cortaban las calles por todos lados.
Lo que más me calentó fue que jodiera
tanto con la edad, porque ya tenía diecisiete y era una adulta hecha y derecha
(una boluda importante como diría la
China, mi compañera de estudios y fechorías) teniendo en
cuenta mi tamaño y demás detalles físicos. Tampoco soy ninguna taradita porque
ya empecé estudios terciarios; pero eso no me lo preguntaron en ningún momento.
Y además -como verán- tengo buen nivel de
lenguaje, esto gracias a mis maestras que me despertaron la locura por leer;
ahora tengo doscientos veintiséis libros exactamente y mis compañeros y
compañeras cuando los ven acomodaditos en los estantes me preguntan si de veras
los leí todos; los tengo en una
biblioteca que me dejó de regalo mi hermano mayor cuando se fue a Australia
durante la crisis económica de hace diez años; a él también le gustaba leer,
sobre todo relatos de viajeros, será por eso
-digo yo- que le dio por irse tan lejos y no lo hemos visto más.
A mi hermana Elena en cambio la vemos más
seguido. Porque viene de España una vez por año a hacernos creer que trabaja de
oficinista allá; pero yo supe por una amiga de ella que me manda mails que Elena es un putón de lujo en
Barcelona, muy apreciada y bien pagada porque dicen que hace un trabajo
completito.
Esto mi madre no lo sabe ni lo sabrá nunca, al menos de mi parte. Ella
adora a mi hermana, tal vez porque le manda cien euros cada mes sin fallar nunca salvo cuando
viene a visitarnos; ese mes no le regala euros a la vieja, pero nos damos la
gran vida porque nos lleva a comer a restaurantes caros, nos compra ropa para
todo el año y hacemos una excursión al Cabo Polonio, lugar obligado de visita
para Elena cuando está aquí; nunca pude saber por qué.
A mí no me gusta ir al Polonio, porque
allí parece como que el tiempo se ha detenido; las horas y los minutos no se
pueden contar igual que en otros lados y eso me estresa mucho y siento que no
puedo estar mucho allí.
En
los días posteriores al temporal grande sí que se complicó la cosa para los
obreros municipales; porque tenían tanto trabajo limpiando las calles de
árboles y ramas para que otros levantaran los cables de energía eléctrica y de
teléfono caídos, que en realidad ir a la playa a desaparecer una ballena muerta
era lo de menos.
“Había
otras prioridades”, dijeron las
autoridades al ser consultadas por los operadores de turismo locales.
La verdad que todo el lugar había quedado
con aspecto de tierra arrasada; algunos árboles habían caído sobre casas
partiéndoles el techo como si fuera un queso. Algunas calles y avenidas estaban
atravesadas por inmensos pinos arrancados de raíz, los que dejaron enormes
huecos en el lugar donde antes se encontraban
de pie desde hacía muchísimos años.
Los carteles y anuncios de propaganda
habían ido a parar al suelo también, quebrados en sus bases de metal o madera o
simplemente levantados de cuajo. La falsa fachada de un supermercado había
volado entera cayendo sobre dos autos estacionados en la calle con el
consiguiente estropicio. Los ómnibus de pasajeros no podían entrar a sus
recorridos internos habituales. Quedamos sin transporte público, sin luz, sin
teléfono y sin agua por varios días.
Toda la vegetación de la costa que antes era
maravillosamente verde quedó con un aspecto quemado y terroso, como que la
savia se había vaciado de las hojas y volado junto con el vendaval que duró
toda la noche.
Esa vez me conté todos los árboles que se
perdieron en el balneario. Eran ciento noventa y siete. Una barbaridad. Por
supuesto que las barrancas y las dunas cambiaron de forma también, pues las
arenas se movieron bajo el efecto de las aguas embravecidas golpeando por
muchas horas seguidas.
Para cuando las otras prioridades ya
habían sido atendidas -y más o menos resueltas- la ballena gigantesca seguía
allí, con su inocente presencia infectándolo todo, sin lograr que nadie la
ayudara a descansar en paz.
Y así fue que el animal permaneció por
meses en la costa desierta inflándose lentamente con los fermentos de la
pudrición hasta que los gusanos le hicieron agujeros en el cuero muy grueso y
por allí escaparon las ventosidades que llenaban el aire de un intenso olor
como de mar descompuesto. El olor llegaba a las calles de arriba y la gente no
salía de sus casas cuando había viento del lado de la playa.
El hallazgo de la ballena fue para
nosotros casi tan importante como la aventura de Juan de Dios cuando pescó la
esperanza, sin embargo no provocó aquella buenaventura ni significó ningún progreso para
el lugar.
Por el contrario, mientras hubo olor nadie
venía; llegó noviembre y las casas todavía no se habían alquilado para el
verano como siempre fue la costumbre.
Decían que en Buenos Aires se había
corrido la voz y ya se buscaban otros destinos para vacacionar. Una maldad. Para
el comienzo del verano ya no había olor
y los agentes de turismo le echaban la culpa a una inocente ballena muerta del
hecho de que no vinieran los argentinos, cuando bien sabíamos todos que era porque
el precio del dólar no les convenía.
Además estaba de por medio el lío de la
fábrica de celulosa y los turistas de allá pensaban que los íbamos a tratar
mal, ¡nada que ver! Podría ser que en
Gualeguaychú no atendieran bien a los que iban de aquí a comprar algo. Pero acá
seguíamos como siempre chupándole las medias a los porteños.
Los grupos organizados de aquí, como el
Centro de Comerciantes, los operadores turísticos, los Leones, los Rotarios,
los jubilados, insistieron ante el gobierno local para que solucionara este
problema que atentaba contra la temporada alta y afectaba la salubridad e
higiene públicas. Se hicieron manifestaciones callejeras con pancartas pidiendo
soluciones urgentes para una situación que angustiaba a la comunidad.
También la gente común; las personas como
mi madre que esperaba todo el año para alquilar la casa del frente y hacer
algunos dólares para vivir el resto de los meses, hasta que llegara una nueva
temporada, entraron a desesperarse y quisieron apurar a las autoridades a tomar
la decisión de sacar lo que quedaba de la ballena en la playa.
Éstas decían que esperaban “órdenes
superiores”. Pero al parecer los superiores se olvidaban de mandar dichas
órdenes. Así que la situación para nosotros seguía igual. De nada valía
enjardinar las casas, pintarlas de colores alegres, hasta rebajar los precios
del alquiler en dólares, si aquella presencia ominosa espantaba de aquí a las
personas que querían pasar unas vacaciones bellas, descontaminadas y naturales.
Ya se había corrido la noticia por todo el
país y había traspasado las fronteras; decían los medios informativos que aquí
había un gigantesco animal podrido que nadie podía sacar de la playa y que
además llenaba el aire con su olor tan fuerte como desagradable.
Y con el olor llegaron las moscas que, por
millones, se esparcieron por todo el balneario, obligando a la gente a poner
malla protectora en todas las aberturas de las viviendas. Eran enormes moscas
negras que zumbaban por las calles en enjambres similares a los de las abejas.
Depositaban sus queresas por todas partes y de allí salían nuevas moscas que
seguían su peregrinaje zumbador y creador de larvas a granel.
Alguna gente empezó a traer sapos de otros
lados para que se comieran las moscas, pero esto no funcionó porque aquéllas se
reproducían mucho más rápido que lo que podían comer los sapos. Los chiquilines
los vendían por las calles pregonando sus cualidades como comedores de moscas.
Algunos
buenos sapos llegaron a valer hasta veinte pesos cada uno. Me dio pena no poder contar todos los que
hubo aquel verano porque -claro- no podía
ir de casa en casa para contarlos, más los que estaban en lugares
públicos y en las cañadas que cruzan el balneario; eso sí pude contar los del
fondo nuestro, eran doce sapos gordos, y en el jardín del frente tres más.
Pero se sabe que los sapos necesitan mucha
humedad para vivir, así que aumentó el gasto de agua en millones de litros por
parte de la población y entonces el organismo estatal proveedor de aguas tuvo
que racionar el líquido elemento porque no daba abasto la planta
potabilizadora.
Para colmo de males el exceso de humedad
trajo también mosquitos en cantidades exorbitantes. Y con los mosquitos llegó
el peligro del dengue, la enfermedad que estaba de moda en los países linderos.
Hubo que hacer fumigaciones masivas en los lugares más cargados de vegetación y
con espejos de agua; en el cementerio cercano se prohibió la colocación de
flores naturales, por lo que todas las ofrendas pasaron a ser artificiales,
enterradas en arena, con el consiguiente perjuicio para las florerías de la
zona, que ya no vendieron más rosas, claveles, gladiolos, yerberas, tulipanes y
orquídeas importadas, salvo para algún acontecimiento muy especial.
Yo fui a visitar la tumba de mi padre el
día de los difuntos pero no quise llevarle flores de plástico porque me
parecían muy de roñosa, así que llevé unas siemprevivas muy
bonitas que se secaban y no perdían el color aunque no tuvieran agua.
Volviendo a los sapos, éstos entonaban por
las noches un coro desagradable que no dejaba dormir a las personas muy
nerviosas o de sueño liviano. Y eso era funesto porque cuando se desvelaban se
ponían a pensar en sus problemas, especialmente en lo que era fundamental para
muchos de ellos, saber si alquilarían o no su casa ese próximo verano.
Así que los sapos fueron causantes de
muchos males, más de los que contribuyeron a solucionar. Los batracios se fueron yendo o muriendo de
soledad a medida que avanzó el verano, que aquel año fue especialmente caluroso
y seco.
En cuanto a la pobre ballena de la costa,
origen principal de todos los desastres, les cuento que de agosto a diciembre
con otros vientos y otras tormentas el cetáceo fue perdiendo pedazos de carne,
grasa, intestinos y piel, hasta quedar sólo el esqueleto pelado, enorme, medio
enterrado en la arena.
Cuando los olores se le fueron por los
continuos lavados del agua salada algunos pescadores usaban la carcasa para
protegerse del viento del sudeste, poniéndole una lona cualquiera por encima y
formando una carpa donde cabían fácilmente hasta cuatro hombres, con su equipo
de pesca y todo.
Recién
en ese momento pude contarle al esqueleto todas sus vértebras y sus costillas;
desde la cabeza hasta donde empezaba la cola. Medía unos veinticinco pasos
largos; le conté trece pares de costillas y unas cincuenta y dos vértebras en
total, aunque al verla entera era más larga, resulta que en la cola casi no
tenía huesitos y fue resumiéndose con la fermentación. Dicen que pesaría unas ocho toneladas pero
eso no lo garantizo del todo porque es un cálculo estimativo solamente.
Al final, cuando llegaba la Navidad, los municipales
tuvieron que desguazarla, llevándose los huesos por partes. Trabajaron once
obreros durante tres días. Yo me traje
una vértebra que tengo bien guardada en el altillo para que mi madre no me la
tire a la mierda sin saber lo que es, porque a veces le vienen las viarazas de
limpieza y arrasa con todo lo que no le gusta.
Como
aquella vez que me tiró un cráneo humano a la basura de los que yo traía de
Facultad para hervir y limpiar; esa ocasión hubo tremendo revuelo entre el
vecindario porque los perros rompieron la bolsa y pasearon la cabeza por toda
la cuadra. Pero eso ya es otra historia y no quiero olvidarme de contar lo de
la ballena muerta.
Debo decir en honor a la verdad que el
esqueleto del cetáceo fue ofrecido entero por los gobernantes locales a un
museo que guarda este tipo de material zoológico; los papeles sellados fueron y
vinieron entre las oficinas de los distintos organismos que tenían que ver con
el asunto; cada jerarca, o medio jerarca, o secretario de medio jerarca puso su
sello y su firma y lo pasó a consideración del siguiente.
Según supimos la tramitación era
complicada porque había intersección de jurisdicciones, pues si bien la costa
era territorio de Prefectura Naval, había también un gobierno departamental y
un gobierno municipal los cuales a su vez se dirigían por escrito a un
ministerio de carácter nacional.
Y cuando empezaron a intervenir los
Ministerios de Defensa, de Salud Pública, de Agricultura y Pesca, y de Cultura
(porque el museo pertenecía a Educación y Cultura), ahí sí que se pudrió todo
(con perdón de la ballena) y no hubo más noticias del asunto por mucho tiempo.
Hasta que se formó una delegación de
notables que se comidieron para averiguar por el trámite; primero siguieron por
teléfono su engorroso derrotero y una vez ubicado en una oficina de Montevideo
decidieron ir a por él, seguros de que algo importante lograrían, porque eran
gente que tenía valiosos contactos sociales y hasta políticos si era necesario,
según decían. Pero se equivocaron porque la burocracia pudo más que ellos, los
derrotó de medio a medio sin ninguna consideración.
Volvieron con la cola entre las piernas y
la cabeza baja; se declararon públicamente avergonzados del fracaso de su
gestión ante la maraña de mandos medios y secretarías que había que sortear y
cuyas trincheras no pudieron atravesar; allí -dijeron los emisarios- no
importaban los contactos ni valían las influencias personales.
El trámite demoró tanto que al final
alguien más expeditivo, un capataz de Corralón no muy respetuoso del papeleo
que debe llevar todo asunto que se precie de ser una gestión oficial, cortó por lo sano y comenzó a hacer
retirar el esqueleto de ballena de la playa a como diera lugar, antes de que el
expediente a estas alturas muy voluminoso (dicen que tenía doscientos catorce
folios), arribara a Presidencia de la República para ser resuelto en Consejo de
Ministros.
Ya habían pasado ciento diecisiete días
cuando, aún sin tener noticias de la resolución oficial, hubo que limpiar la
costa porque ya llegaban al verano y empezaba la temporada turística.
Así fue que comenzó el desguace y cada
quien que pudo se llevó un huesito para el mal recuerdo. Hubo quien se llevó
una costilla entera que está todavía impunemente colgada en la estufa de leña
de su casa como si fuera un sable de hueso.
Así
que muchos bendijeron la aparición de aquel municipal que desquiciado por las
presiones de sus vecinos y por sus propios intereses particulares tomó la
iniciativa y se jugó la ropa, -y el cargo- haciendo desaparecer el gigantesco
esqueleto de la arena donde ya comenzaban a bajar los lugareños a darse sus
primeros baños.
Este hombre no sé si conserva la ropa
todavía, pero el cargo lo perdió. Ahora
se dedica a vender pescado en un puestito de la barranca.Las moscas aún permanecen. Pero esas sí
que no las puedo contar. WILSON MESA
Imagen - Extraìda de internet - "El Fueguinodigital"
Cuento incluìdo en el libro "MUJERES EN SU TINTA", publicado en octubre 2012.
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