LOS DOS ESPEJOS
El espejo está colocado directamente sobre la pared, a la derecha de la cama matrimonial. Parece una luna llena, con el azogue muy bien conservado.
Allí acostumbran jugar Inés y Laura, junto a la cama y frente al espejo que multiplica presencias; presencias repetidas, silenciosas como sombras.
De esa manera parecen ser cuatro personas jugando, a veces sobre el piso de madera y en otras con el fondo verde oscuro del cubrecama. Aquel círculo de fria luz plateada es un testigo cómplice.
De esa manera parecen ser cuatro personas jugando, a veces sobre el piso de madera y en otras con el fondo verde oscuro del cubrecama. Aquel círculo de fria luz plateada es un testigo cómplice.
Inés le narra a su hija historias maravillosas que suceden en lugares remotos, con princesas pálidas como lirios y príncipes brillantes igual que soles. Le habla, con voz transportada, del vivir en castillos encantados, oyendo cantos dulcísimos que viajan en las brisas perfumadas de flores exóticas. De lugares donde los niños son felices por siempre y los cuidan frágiles doncellas llenas de dulzura.
Cada tarde, luego que Inés realiza las tareas domésticas, comienza el ritual. Ya la niña se ha preparado, leyendo cuentos en alguno de los muchos libros que atesoran. Así siempre.
Con los ojos húmedos Laura escucha a su madre y mirando el espejo logra ver detrás de su propia figurita pequeña un país fantástico, que entra por sus oídos para volcarse finalmente en la luna de plata.
**
Uno de esos días ambas están de pie frente al espejo. La niña ha estado meditando, con la boca apretada y de pronto, tomando con firmeza la mano de la madre, lanza una invitación :
—Quiero entrar al espejo. Allí adentro, mamá, hay un lugar como el de los cuentos lo sé, ¡Dale mamita!
La mujer vacila; asomada al insondable lago de la pared, siente el calor de la mano pequeña entre sus dedos y su cuerpo se inclina hacia adelante...“Pero no, no. El calor es transpiración, eso y nada más”, piensa Inés.
—No, mi amor, hoy no tengo ganas, ¿sabés? —dice, acariciando la cabeza de la niña.
Inés sabe que si llega a tocar la superficie azogada y ésta no se abre a sus deseos, ya no podrá -nunca más- contarle historias a su hija, ni contarse a sí misma ese gran cuento diario de que su vida alguna vez va a cambiar. No quiere probar. Teme, tal vez, que el choque de los dedos contra el espejo sea como un frio golpe de realidad. Y ya todo se pierda.
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Seguirá pasando el tiempo. Los días repitiéndose. Inés realizando las labores domésticas mientras piensa en otra cosa; ansiando que llegue el momento del juego con Laura.
La niña, por su parte, alimentando la idea de ver al fin lo que imagina que hay allí, dentro del espejo.
Algunos días van a visitar el lago del parque, que también les parece un espejo. Con árboles alrededor y camalotes flotando en las aguas que reflejan el color de las nubes y todo lo que se asoma en el entorno.
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El padre ronda con indiferencia aquel mundo de fantasía. Si bien no le molestan los juegos de madre e hija, sí le molesta mucho que la comida no esté pronta a la hora debida, o no estén en su lugar los calcetines limpios, o le interrumpan la lectura del diario.
Es un hombre práctico y metódico que usa anteojos permanentes, de gruesa armazón negra, cuyos cristales reflejan las cosas que enfocan.
Inés, en inconsciente desquite, ha canalizado toda su riqueza espiritual hacia Laura, modelándola a su manera. De ahí la imaginería furibunda de la niña.
Cierta vez el padre oyó a Laura mencionar repetidamente un nombre. El hombre pensó que se trataba de algún niño vecino y le preguntó por qué no lo invitaba a jugar a la casa.
Laura contestó -con toda naturalidad- que ése a quien nombraba era un duende que vivía en el jardín, pero que se negaba a entrar a la casa cuando él estaba, porque si sintiera “ese olor de realidad” desaparecería para siempre.
Laura contestó -con toda naturalidad- que ése a quien nombraba era un duende que vivía en el jardín, pero que se negaba a entrar a la casa cuando él estaba, porque si sintiera “ese olor de realidad” desaparecería para siempre.
—Sólo mamá y yo lo vemos —dice, mientras levanta la cuchara, brillante de tan bruñida, para ponerla frente a sus ojos y mirarse del lado cóncavo y luego del convexo.
“¿Papá de qué forma se vería mejor?”, piensa, “tal vez del lado de adentro, al revés. Sí, habría que darlo vuelta todito, que se le caigan esos lentes, esa corbata y que la boca se le vaya hacia arriba y sonría”.
Las observa por un momento, el hombre, con ojos fijos y escrutadores. Inés está arrebolada y lo ha mirado con una trágica semi-sonrisa.
En el rostro de la niña hay una seriedad que lo deja sin palabras pero lleno de furia.
Sigue masticando la comida que ya tenía en la boca. Y al rato deja escapar un comentario descolgado en el tiempo real, siguiendo su rumia personal.
Sigue masticando la comida que ya tenía en la boca. Y al rato deja escapar un comentario descolgado en el tiempo real, siguiendo su rumia personal.
—¡Vos estás loca, loca!, —dice acusadoramente, dirigiéndose a su mujer —y lo peor es que vas a terminar enloqueciendo a la chiquilina, ¿sabés?
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Los días van pasando. Es invierno. La lluvia ha envuelto la casa aislándola del resto del vecindario, de la ciudad, del mundo todo. El padre llega, como cada día, de su trabajo, a la misma hora.
Sigue haciendo las mismas cosas hasta el momento de acostarse; mira el noticiero de televisión; lee los clasificados en el diario y se sienta a cenar. Inés sirve en silencio. Todos comen en silencio.
Él ha dicho, de pronto, que su mujer no puede ponerse ese vestido tan corto, porque ya no es una nena, (que se mire al espejo, le dice); le ha dado dinero para que se compre ropa. También ha dicho que la niña debe ir al dentista, (porque tiene mal aliento).
La madre informa que ya va al dentista; entonces al médico; también ha ido al médico; debe vigilar que se lave los dientes; ya vigila.
La madre informa que ya va al dentista; entonces al médico; también ha ido al médico; debe vigilar que se lave los dientes; ya vigila.
Bueno, ahora viene el postre. El hombre se lo come rápido, siempre con la corbata puesta, la cara adusta y los zapatos brillantes de tan lustrados.
**
Esta vez el espejo tiene árboles que han brotado hojas nuevas; tiene flores alrededor. Y pájaros. Un fondo de color azul-cielo las refleja de pie, con las manos unidas. Allí se han detenido a mirarse luego de jugar largo rato. ¡Es tan hermoso!
Tan hermoso, que Inés y Laura no dudan en avanzar hacia él.
“Hoy sí. Hoy sí, mi amor, hoy sí….”, piensa la mujer y por su mano corre hacia el alma de la niña toda la seguridad que es capaz de trasmitir. La mano de la hija le devuelve su inocente confianza.
En las ondas azogadas -y a través de las lágrimas que le van mojando la ropa- Inés quiere apresar su propia infancia, sus juegos, su madre otra vez viva. Y la vida que soñaba con tener alguna vez.
—¡Qué frío está el espejo, mamá!
*** Wilson Mesa
Registrado en AGADU (Asociación General de Autores del Uruguay).
Ilustración _Foto de Internet.
Publicado en revista del CCIFA (nov. 2012).
Publicado en revista del CCIFA (nov. 2012).
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