EL VIEJO MARINO
La mar es hembra
para los pescadores
y los poetas…..
para los pescadores
y los poetas…..
La relación del muchacho con el Viejo empezó aquel día de setiembre, en el que la luz estaba colgada del horizonte y la brisa que venía del mar era muy limpia y delgada.
El Viejo permanecía largas horas sentado allí, sin hablar, sin fumar, sin moverse. Formaba una sola masa plástica con el agua, con las últimas luces de la tarde y con sus aparejos vacíos.
La mirada parecía rastrear en el poniente alguna visión lejana.
El muchacho lo observaba a la distancia, sin atreverse a romper su mutismo.
Se fue metiendo de a poco en el silencio, hecho de paz y oleaje, del pescador.
Era éste un hombrón enjuto que empinaba el torso hacia adelante y cuyo rostro parecía un espigón rocoso, con la nariz ganchuda y la piel salitrosa, curtida de soles marineros.
Entre ellos soltó amarras la amistad y aprovechó los vientos de la primavera; esos perezosos vientos que sembraban gaviotas en la arena rizada y doblaban apenas las copas de los pinos.
El Viejo era hondo como un pozo de agua. Había nacido en un pueblo español del que no tenía recuerdos. Había cortado caña en La Habana y Puerto Rico. Había andado por los mares en pesqueros y mercantes; y conocido muchos hombres y lugares. Sabía de los vientos y de las estrellas.
El muchacho buscaba en los ojos desleídos del hombre las señales de tanta vida, pero se equivocaba, pues no era allí que estaban.
Veían, a veces, a los otros pescadores -los que salían mar afuera porque tenían bote con motor- embarcarse aprovechando el buen tiempo y la marea.
“Una vez tuve una barca, ¿sabes?”, decía el Viejo, con su voz de intenso color marinero, “era buena aquella barca, muchacho...”.
Y se perdía tras esta evocación, surcando en su memoria vaya a saber qué aguas de nostalgia.
El hombre vivía en un cobertizo hecho de bloques al borde de la barranca.
En el interior del refugio se veían avíos de pesca por todos lados y mandíbulas de tiburón colgadas del techo. Un acre olor de soledad se acunaba en el aire estancado. Afuera, una red y una atarraya tendidas sobre palos, se impregnaban de soles y ponían música al viento.
El pescador las remendaba siempre, aunque ya hacía tiempo que estaban sin usar.
Una noche fueron los dos a pescar con farol. Pudieron sacar decenas de “bichos”, sin embargo, el Viejo sólo sacó para comer al día siguiente.
“Déle, hombre, déle, ¿no ve que hay muchos?”, lo azuzaba el muchacho, con el impaciente deseo de ver los peces destilando una luz húmeda e incierta, cuando los sacaba fuera del agua.
El otro lo miró con un brillo raro en los ojos. Y le dijo con su hablar castizo :
“¿Te animas a comer todos los que saque?”.
“Yo....no….pero puede vender algunos, ¿no le parece?”.
“Es que ya no quiero vender lo que no es mío”, contestó el viejo pescador de luces.
El muchacho comprendió que el hombre aquel tenía un cariño enorme por los tesoros del agua; y era sin darse cuenta que lo tenía.
En el verano dormía de día y vivía de noche, porque la gente amontonada en la playa le causaba pavor. Era como quedarse sin territorio y sin horizonte. Además, fuera de allí el Viejo parecía un hombre al garete.
Cuando lo acompañó el muchacho a cobrar su pensión, tres cuadras más arriba de la rambla, no le gustó verlo; caminaba encorvado, hundido en el aire, respirando trabajoso por el humo de los coches.
Vueltos ya de ese pequeño paseo el Viejo se detuvo, jadeante, sobre el barranco; apoyó una mano en el hombro del compañero y poniéndose la otra sobre el pecho, comentó :
“Esto es peor que nadar con la mar gruesa, ¡ coño !…”. Al mirar hacia el agua la cara se le tornó jubilosa, “mira, mira qué linda que está”, dijo, abriendo los brazos.
Parecía querer decirle a su compañero...“es tuya muchacho, tómala, te la ofrezco, es suave y cálida como una mujer soñada”.
“Pero no está viva”, pensaba el muchacho.
“¡Sí que está viva! ....y es interminable”, le respondía el amigo en aquella conversación secreta, con los ojos llenos de estrellas húmedas.
Alguna noche, el Viejo y el muchacho comieron juntos y tomaron vino a orillas del fueguito que encendían en el patio de la precaria vivienda.
“Te voy a hacer probar la corvina negra a las brasas, no es cualquiera que la sabe asar”, le decía el Viejo.
En realidad menos le importaba al muchacho el pescado asado que la noche, su compañía, el fuego y el mar; el mar allí abajo, revolviendo misterios.
**
Cierto día, bajando la escalera hacia la playa, vio un grupo numeroso de bañistas en la orilla...
“¡Se ahogó. El Viejo se ahogó. Vengan, vengan!”. Un niño pasó como una exhalación, rajando con su grito la mañana.
Ya lo traían del mar, chorreante. Había navegado por última vez con su gran cuerpo solitario.
El muchacho no intentó romper el corro de curiosos que se había formado a su alrededor.
Tal vez le parecieron rapaces las miradas que trataban de despojar al Viejo de su muerte marítima; de los motivos de su muerte; de cuanto guardó en el corazón, (porque ahora sí sabía que toda la vida del hombre estaba allí, en el corazón).
Tal vez se sintió muy solo en un mundo roto y triste cuando ya el mar tocaba a funerala.....
Y así fue que comenzó a escribir esos haikús, que aún se mantienen secretos y que siguen acunando las tempestades de su alma :
El Viejo permanecía largas horas sentado allí, sin hablar, sin fumar, sin moverse. Formaba una sola masa plástica con el agua, con las últimas luces de la tarde y con sus aparejos vacíos.
La mirada parecía rastrear en el poniente alguna visión lejana.
El muchacho lo observaba a la distancia, sin atreverse a romper su mutismo.
Se fue metiendo de a poco en el silencio, hecho de paz y oleaje, del pescador.
Era éste un hombrón enjuto que empinaba el torso hacia adelante y cuyo rostro parecía un espigón rocoso, con la nariz ganchuda y la piel salitrosa, curtida de soles marineros.
Entre ellos soltó amarras la amistad y aprovechó los vientos de la primavera; esos perezosos vientos que sembraban gaviotas en la arena rizada y doblaban apenas las copas de los pinos.
El Viejo era hondo como un pozo de agua. Había nacido en un pueblo español del que no tenía recuerdos. Había cortado caña en La Habana y Puerto Rico. Había andado por los mares en pesqueros y mercantes; y conocido muchos hombres y lugares. Sabía de los vientos y de las estrellas.
El muchacho buscaba en los ojos desleídos del hombre las señales de tanta vida, pero se equivocaba, pues no era allí que estaban.
Veían, a veces, a los otros pescadores -los que salían mar afuera porque tenían bote con motor- embarcarse aprovechando el buen tiempo y la marea.
“Una vez tuve una barca, ¿sabes?”, decía el Viejo, con su voz de intenso color marinero, “era buena aquella barca, muchacho...”.
Y se perdía tras esta evocación, surcando en su memoria vaya a saber qué aguas de nostalgia.
El hombre vivía en un cobertizo hecho de bloques al borde de la barranca.
En el interior del refugio se veían avíos de pesca por todos lados y mandíbulas de tiburón colgadas del techo. Un acre olor de soledad se acunaba en el aire estancado. Afuera, una red y una atarraya tendidas sobre palos, se impregnaban de soles y ponían música al viento.
El pescador las remendaba siempre, aunque ya hacía tiempo que estaban sin usar.
**
Una noche fueron los dos a pescar con farol. Pudieron sacar decenas de “bichos”, sin embargo, el Viejo sólo sacó para comer al día siguiente.
“Déle, hombre, déle, ¿no ve que hay muchos?”, lo azuzaba el muchacho, con el impaciente deseo de ver los peces destilando una luz húmeda e incierta, cuando los sacaba fuera del agua.
El otro lo miró con un brillo raro en los ojos. Y le dijo con su hablar castizo :
“¿Te animas a comer todos los que saque?”.
“Yo....no….pero puede vender algunos, ¿no le parece?”.
“Es que ya no quiero vender lo que no es mío”, contestó el viejo pescador de luces.
El muchacho comprendió que el hombre aquel tenía un cariño enorme por los tesoros del agua; y era sin darse cuenta que lo tenía.
En el verano dormía de día y vivía de noche, porque la gente amontonada en la playa le causaba pavor. Era como quedarse sin territorio y sin horizonte. Además, fuera de allí el Viejo parecía un hombre al garete.
Cuando lo acompañó el muchacho a cobrar su pensión, tres cuadras más arriba de la rambla, no le gustó verlo; caminaba encorvado, hundido en el aire, respirando trabajoso por el humo de los coches.
Vueltos ya de ese pequeño paseo el Viejo se detuvo, jadeante, sobre el barranco; apoyó una mano en el hombro del compañero y poniéndose la otra sobre el pecho, comentó :
“Esto es peor que nadar con la mar gruesa, ¡ coño !…”. Al mirar hacia el agua la cara se le tornó jubilosa, “mira, mira qué linda que está”, dijo, abriendo los brazos.
Parecía querer decirle a su compañero...“es tuya muchacho, tómala, te la ofrezco, es suave y cálida como una mujer soñada”.
“Pero no está viva”, pensaba el muchacho.
“¡Sí que está viva! ....y es interminable”, le respondía el amigo en aquella conversación secreta, con los ojos llenos de estrellas húmedas.
Alguna noche, el Viejo y el muchacho comieron juntos y tomaron vino a orillas del fueguito que encendían en el patio de la precaria vivienda.
“Te voy a hacer probar la corvina negra a las brasas, no es cualquiera que la sabe asar”, le decía el Viejo.
En realidad menos le importaba al muchacho el pescado asado que la noche, su compañía, el fuego y el mar; el mar allí abajo, revolviendo misterios.
**
Cierto día, bajando la escalera hacia la playa, vio un grupo numeroso de bañistas en la orilla...
“¡Se ahogó. El Viejo se ahogó. Vengan, vengan!”. Un niño pasó como una exhalación, rajando con su grito la mañana.
Ya lo traían del mar, chorreante. Había navegado por última vez con su gran cuerpo solitario.
El muchacho no intentó romper el corro de curiosos que se había formado a su alrededor.
Tal vez le parecieron rapaces las miradas que trataban de despojar al Viejo de su muerte marítima; de los motivos de su muerte; de cuanto guardó en el corazón, (porque ahora sí sabía que toda la vida del hombre estaba allí, en el corazón).
Tal vez se sintió muy solo en un mundo roto y triste cuando ya el mar tocaba a funerala.....
Y así fue que comenzó a escribir esos haikús, que aún se mantienen secretos y que siguen acunando las tempestades de su alma :
La muerte es una
destreza solitaria
como ninguna....
como ninguna....
........................................................................................***...................................... Wilson Mesa
Reg. en AGADU (Asociación General de Autores del Uruguay).
Ilustración _ pintura "El viejo pescador" de Pablo Picasso.
Publicado en revista del CCIFA (marzo 2012).
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