5/5/11

UN NEGRO LLAMADO ISIDRO _ Cuento



Un negro llamado Isidro

“Se gratificará a la persona que presente en esta imprenta un negro Congo como de veinte años llamado Isidro, estatura baja, zambo de las dos piernas y patón, renegrido, ceceoso y bastante bozal, recientemente huído”..........Aviso publicado en “El Universal”, en Montevideo de 1830.
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Medita, rascándose los pozos que la viruela ha dejado en sus mejillas, mientras espera oculto que pase el piquete de Dragones rumbo al cuartel.
Es el amanecer en la calle de los pescadores. Isidro tiene húmedas las escasas ropas y entumecido el cuerpo por la posición que mantuvo durante la noche. Sus ojos rastrean el lugar, incansables.

Debe cuidarse no sólo del amo o sus conocidos, sino de los celadores que, de verlo, lo prenderán para entregarlo a la milicia.

El negro tiene miedo; siente el miedo como una desolación y no sabe qué es.
Comiendo las pobres provisiones que se llevó en la huída ha visto amanecer dos veces escondido y ya no puede más. Se le revuelve el estómago con el olor del pescado en las tinas de madera. Pero esto, al fin, es bueno porque le aplaca el hambre.
 

Isidro insiste con un pescador y consigue que le dé unas cuantas sartas para venderle. Con la palanca al hombro y voceando sin mucho entusiasmo se dirige hacia la plaza de las verduras. Allí está el peligro de encontrarse con el ama, pero también es la única posibilidad de ver a la “tía” Rosario, que ha de esperar con su canasto repleto de pasteles la salida de las señoras de la iglesia.
 

Pasan celadores y milicianos por su lado. Esconde Isidro el rostro tras los colgajos. Pero nadie parece prestarle atención. Patricios hay que se dirigen hacia el Cabildo, con capa, sombrero y bastón de rica empuñadura. Éstos ni siquiera miran al vendedor de pescado; acaso preocúpanse más por mantener impecables sus medias blancas y sus zapatos de hebilla brillante mientras avanzan por el barrizal de las calles.

La plazoleta de las verduras está en plena actividad. Con sus esclavas las señoras vienen desde la plaza de la Matriz a recorrer los puestos y hacer las compras de la semana. En el suelo, los productos expuestos sobre telas bastas, se cubren de moscas a medida que sube el sol. Al pasar de mano a mano las monedas brillan; los vintenes y reales tintinean al golpear unos con otros.


La negra Rosario reconoce a Isidro tras la sarta de pescados; iluminan la mañana los dientes blancos y el lienzo del canasto de la vieja pastelera. Se lo lleva a un lugar discreto; lo besa y le desliza unas monedas, de las pocas que ha logrado ese día. 
Ella le hace saber que ya entre los negros corrió la noticia de la fuga. Los esclavos de la casa han sido colgados de las manos y azotados hasta la sangre. Imposible decir algo porque nada saben.
Rosario está eufórica. Aquel rebelde le aviva en el corazón sus añoranzas de africana -de más allá del agua grande-, de sus tangós y calendas, de su infancia desgarrada sin saber
por qué, de sus padres perdidos en una distancia sin retorno. 

 En un gesto supremo, la vieja negra le hace besar el pezón de uno de sus pechos, de donde alguna vez mamaron negros y blancos por igual, incluido Isidro.
El esclavo se aleja exaltado y ebrio; como si aquel regusto agrio que aún alcanza a sentir en la lengua, le volcara en el ánimo el peor aguardiente de pulpería. El aguatero llamado Juan va a salir por el portón del Cubo del Norte a la caída del sol -le ha dicho la “tía” Rosario- y tendrá un lugar en su carreta para el fugitivo. Lo llevará a extramuros.

“Más allá de las chacras y tambos irá”, se imagina Isidro. Opta por ocultarse en un corralón lleno de chanchos, al fondo de una casa de azotea. Las moscas y el olor a chiquero lo pegan al suelo en el mediodía.
Se adormece. Pasa lentamente la tarde sobre él.
Un enviado de Rosario le ha traído un arma; es un puñalcito de cabo de guampa, de los de degollar capones. En el envío también hay algo de comida. 
Isidro no le pregunta cómo lo ha encontrado; simplemente el muchachito está allí, mirándolo; comprobando que aquel montón de carne humosa, tensa entre los yuyos, es el esclavo zambo, patón y ceceoso que pedían por el diario según había dicho su amo, agregando que no tardaría en caer.
Siente Isidro que el negrillo lo mira como si ya estuviese muerto. Lo despide para no verse en los ojos del muchacho. Recuerda que siendo como él no le gustaba acompañar al ama, espantando las sombras con el farol e indicando en el camino los mejores lugares para que pisara ella, sin estropear el vestido.
 

El criadito sale, perdiéndose entre las chircas. Isidro puede verlo recortarse contra el sol, que ya va sangrando nubes, al saltar el cerco de palo a pique. El fugitivo se decide a salir del escondrijo para arrimarse a la pulpería.
Es la hora de la cena y no anda nadie en la calle.
Aún hay luz del día, pero ya ha pasado el farolero encendiendo las esquinas de la ciudad amurallada, como si fuera poniendo una estrella en cada farol de cobre.
 

Sereno y dulce está el aire; imposible no oír el cencerro de los bueyes del aguatero, que viene del lado del Fuerte. De allá revienta el cañonazo que avisa el próximo cierre de los portones grandes. 
  Se encoge el negro. El estampido ha resonado en su alma como si fuera la voz del amo. Aquella voz gangosa y dura que le recuerda el día en que les ordenó que llevaran a la mulatita y se la ataran a la cama, desnuda, aprovechando la ausencia del ama. Los once años de la muchacha miraron con terror a los negros que así la entregaban; lo miraron a él, a Isidro, desvelándole el sueño para siempre.
 

Se oye más cercano el cencerro bajando en el atardecer. El esclavo sumido en sus recuerdos está mirando, sin ver, el empedrado frente a sí.
Una mancha charolada se interpone entre las piedras brillantes y sus ojos; los ojos que se van agrandando hasta la exageración, porque delante suyo está la figura prepotente, inexorable, del amo.
_ ¡Aquí estás negro maldito!_ grita, aquel señor de vidas y haciendas.

 

Lentamente Isidro se endereza; su hombría; su raza perseguida y su miserable vida se levantan con él. Y entonces saca el cuchillo....
 

...............***......... Wilson Mesa


Ilustración _ Montevideo colonial (1834)_ Almanaque del Banco de Seguros del Estado, 1965.

Reg. en AGADU (Asociación General de Autores del Uruguay)

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